sábado, 10 de mayo de 2014

Las voluntarias de María.


En completo estado de trance por mi hijito bebe enfermo, fui a dar al hospital del pueblo. Aunque José c Paz figura como ciudad del conurbano, no deja de ser una comarca pequeña, con la simpática plaza rodeada de las más altas instituciones: la parroquia, la escuela pública, la comisaría y la infaltable sucursal del Banco Provincia. Por motivos difíciles de explicar pero fáciles de suponer, necesitaba ausentarme del hospital para hacer una compra con la tarjeta en la farmacia  de enfrente  y no tenía a nadie que cuidara al bebe. Las asistentes sociales me sugirieron que les pida el favor a las mujeres del voluntariado.
 Entonces  no eran postales las imágenes de las venerables ancianas dando de comer a sus indigentes del pueblo, otro venerable grupo de ancianos que les hacen la caridad de su hambre a las voluntarias que de otro modo se verían en la desagradable misión de buscarse otra misión. Me dirigí  hacia el afiche tamaño natural de la Virgen María tras el cual solo hallé a un chico limpiando el piso que me dijo que las del voluntariado atienden nomás a la mañana (eran las tres de la tarde). Al que madruga dios lo ayuda, se ve.
A la mañana siguiente se  presenta la asistente social para avisarme que una de Las voluntarias de María  iba a venir a ver si me podía ayudar. Tarde. Mi crédito había expirado y la compra en efectivo  la hizo mi hermano.
Miraba por la ventana hacia la calle recientemente bautizada con el nombre de un médico suicidado por la sociedad: René Favaloro y mi corazón de madre atormentada lo sintió como una mala espina al cartel, aunque el bebe ya estaba bien y el día pintaba para lindo. Todo me parecía lúgubre o vano o pintoresco: el toldito raído de la parrillita que vende choripán, la grúa abandonada como fósil de un monstruo  metálico, la conversación aburrida de los dos pequeños comerciantes que a falta de clientes regenteaban el barrido de vereda de las empleadas. De todos los transeúntes que se veían ajenos al hospital, como una señora con su caniche, unos estudiantes con mala cara esperando el colectivo,  pensaba la siguiente estupidez: son felices y no se dan cuenta.
Había decidido aplazar la tristeza de saber que a metros (trescientos, para más exactitud) estaba durmiendo o desayunando despreocupado el hombre con el cual viví doce años con sus días y sus noches, con sus penas y alegrías. Me concentré más que nada en sufrir por mi hijo enfermo. Ya habría tiempo de sobra luego para atormentarme con los sentimentalismos propios de la separación. Volví a asomarme al sueño del bebe y a perderme, disuelta casi, en la contemplación de su rostro.
Es inútil que intente recordar descripciones famosas de bebés en las páginas de la literatura porque no tienen  demasiada popularidad, a decir verdad, salvo, claro, las descripciones del niño dios en el Nuevo Testamento Cristiano. Al contrario de lo que ocurre en las artes plásticas, donde el tema del retrato infantil es un tópico frecuente, a los autores nos parecen obvias las descripciones de bebes; todos son bellos, graciosos y regordetes. Pero recuerdo a Rocamadour, el bebe de La Maga, y me parece increíble, inverosímil, la forma en que lo dejan morir, perdidos en un sopor de jazz y alcohol. En la película Transpoting dicen que se les muere un bebe por negligencia inducida por el consumo (de drogas) alocado de los padres, pero la verdad es que no la vi. Y la concha de la lora, ya estoy pensando de nuevo en temas lúgubres, niños muertos.
Este bebé no es tan típico (aunque cada niñito es único y diferente), no tiene el rostro rosado y mofletudo, sino morenito, tiene una cabeza muy linda, redonda, pero el rostro es anguloso, Un hexágono abierto (el crañito).Salió con el mentón de los actores de cine, como mi adorado Manuel Banderas o el tal Juan José Camero, un facha de los de antes que  rompía corazones en la época de mi vieja. Por suerte no heredó mi nariz de gancho, tiene un botón respingado y los pómulos altos. Tiene  las pestañas largas y espesas, bigotitos, y unas cejas tupidas como de gallego pero con un remolino en el entrecejo y una disposición tal, que aparentan la forma de un pájaro con las alas extendidas en pleno vuelo. Las enfermeras se dirigían a él con los siguientes apodos: Principito, muñeco, galancito.
Entraron las enfermaras a torturar a mi hijito y me hicieron salir diez minutos. Bajé corriendo a la calle a fumar un pucho. Un muchacho con la cara tiznada me pidió fuego y cuando le pasé el encendedor, veo que estaba fumando en una rara pipita improvisada. A ver, nunca vi. La hice yo, es para fumar pasta base. Mientras tanto mi hijo llora desesperadamente…
Subo las escaleras pero siento que bajo. Bajo hasta los suburbios del infierno, porque si tal lugar existe, no puede tener otra habitación sino ésta, llena de niñitos sufriendo y llorando. Al pie de la camita del nene me sorprende una presencia inverosímil. Una de Las voluntarias de María se había materializado, al fin.
 Mas allá de las teorías sobre el tema, creo que la diferencia entre persona y personaje reside en el hecho de que las personas son más o menos iguales pero diferentes, opacas, no se deciden a caber de lleno en uno u otro prototipo. Por el contrario, el personaje es una construcción que se precia justamente por salir de la opacidad al tiempo que entra perfectamente en los zapatos que le fueron asignados. La voluntaria de María usaba mocasines negros, medias tres cuartos color natural y un atuendo que hacía mucho tiempo que no veía, una especie de jumper o delantal azul oscuro, camisa rigurosamente blanca y un medallón enorme aparentemente de plata. Tenía el pelo sin teñir, con todas sus canas, sin embargo lo llevaba cuidadosamente peinado con rulos de rulero, otro anacronismo. La dureza del rostro era acorde al conjunto y el primer gesto que le vi hacer fue mirarme los zapatos. Me considero una persona amable y hasta jocosa, pero por pura maldad no abrí la boca y esperé que se presentara sola.
Buen día, me llamaron de acción social pidiendo una voluntaria para cuidar a un niño, pero necesito primero que me diga hasta qué hora sería, porque a las once tengo que repartir la comida.
Sí, lamento que no le hayan avisado que el asunto está resuelto, igual le agradezco que se haya molestado…
Pero si la entrevista hubiera dado frutos tan magros, no sería digna de ser registrada, de ser narrada, por eso la voluntaria de María se sentó a en el borde de la cama al tiempo que limpiaba los anteojos y suspiraba contrariada, al fin y al cabo le quedaban dos horas libres.
Le pregunté cómo estaba el día afuera, qué anunciaba el pronóstico, cuándo se terminaría esta humedad molesta, pero a todo respondía parcamente hasta que se me ocurrió preguntarle si era o había sido monja…que predicaba la palabra era obvio con semejante edición de lujo de la biblia.
 Me empezó a contar que tuvo la gran suerte de haber recibido a Dios en un convento de Rosario donde ella se sentía como en un palacio. Claro, la habían hecho bajar de su rancho de troncos en el monte del Chaco para ofrecerse en alguna casa. Ahí fue que empezó a tener suerte, porque, si bien le costó comprender que el agua no debe correr libremente, sino al contrario, había que contenerla y usarla para bañarse, también se le abrieron las rendijas del bienestar ajeno. Aprendió mucho, además. Aprendió a comer con cubiertos y a comer seguro - seguro dos veces al día. Aprendió que mientras la señora y el señorito estuvieran abrigados, ella también. Y los zapatos que al principio le parecieron una calamidad, ahora le gustaban. Ya sin la preocupación constante de qué comer, pudo disfrutar de los olores a perfumes, las telas de los vestidos de la señora, el tacto con cosas tan suaves que se deleitaba como una niña en un teatro.
Y ahora que narraba su vida, La voluntaria de María realmente echaba luces a la escena, al raconto y se situaba en el centro de un escenario tendiendo una gran cama, contenta, embriagada en el blanco algodón. Pero no se dio el previsible lugar común del señorito gozando del cuerpo en ciernes de La Voluntaria. Resultó ser que el señorito jugaba a escondidas a las muñecas y con una peluca improvisada con matetes de hilo sisal.
El chico fue a parar al internado y La Voluntaria fue recogida por unas monjitas que le encontraron sitio en un convento lejos, en Rosario. La dureza de la rutina a ella le parecía la única manera de vivir decentemente, la alejaba de su rancho sin relojes ni libros, de la noche en el monte con todos sus bichos y miserias.
Dios la acompañó siempre y como su devoción por el rigor y la disciplina eran valores muy preciados en aquel mundo, ella se ganó, además del pan, pequeñas responsabilidades y privilegios.
En su pabellón de noviciado era la celadora y comía en la mesa de las demás preceptoras con manteles blancos y almidonados. Ahora ella tenía una niña que le traía las bandejas con asados y pasteles. Algunas compañeras de su rango caían fácilmente en el pecado de la gula, porque también habían pasado hambre y la incertidumbre del pan, entonces comían por las dudas, o para calmar hambres atrasados. La voluntaria de María no tenía esa avidez, por suerte, aunque no sabe en qué momento aprendió a tomar vino y el calor de los alcoholes le resultó grato.
Cuando nadie la veía se echaba un trago, sobre todo a  la noche,  momento en el que le costaba dormirse. No era la única además. Así como había pequeños grupos de fumadoras, de lesbianas y de fanáticas, estaba el grupo de las chupandinas que, como todas, se entretenían a veces el día entero en conseguir su humilde copetín. Con los años se fue mesclando por necesidad con alguno de los pocos hombres que penetraban el convento. Con las primeras canas la vida era placentera entre los rezos, los cantos y los castigos. Porque sus placeres eran moderados: el ir y venir de una joven aseando el cuarto, el almidón de la ropa, la lectura de la biblia y de algún que otro folletín que ingresaba de contrabando y su vino tinto, claro...
Un hombre que les compraba pollos y les traía puchos y vino, revistas y noticias, se propasó un poco, pero lo suficiente como para provocarle una parálisis total del cuerpo y la mente que el hombre interpretó como un permiso y el vino ya no le faltó ni le mantuvo la cabeza alerta para ver cómo conseguirlo.
No se sentía culpable ante Dios de que, tinto mediante, le cayera bien el acto sexual, de vez en cuando, por un extraño acuerdo moral que La Voluntaria toleró para sí misma y que regía su fuero interno. Siempre dijeron que el hombre ve la cara de Dios cuando se une a una mujer…algo así no ha de ser tan malo, entonces.
En ocasiones  se preguntaba por qué  ese hombre insistía con ella, si había otras borrachas y hasta drogadas que eran más jóvenes y menos devotas que ella, en una palabra, más fáciles. Jamás se le cruzó el embeleco del amor, la otra opción de la realidad de que el hombre de los pollos necesitara de una mujer que le lave las miserias y le caliente comida y cama. Llegó a la conclusión, pero justo antes de dormirse, lo mismo que nada a los efectos del darse cuenta, de que el hombre de los pollos hacia lo mismo con todas por cobrarse favores y no había razones para eximirla de la paga.
No vio, entonces que había otras posibilidades: el hombre hubiera hecho cualquier cosa por apropiarse de la mujer. La voluntaria de María era, en esos años, una extraña muñeca vieja de ojos celestes y cuerpo de madona. El hombre sufría espantosas eyaculaciones inapropiadas e involuntarias por el desconcierto que le causaba la pasividad de la mujer que a él se le antojaba provocación. La segunda vez que se le acerco, sintió en el acto que no llevaba el corpiño y las enaguas de rigor, que la vez anterior le habían hecho sentir la torpeza de sus manos y la falsa fragilidad de algunos elásticos. Con eso bastó para causarle el agüita tan temida sobre el pantalón. El día que, harto de olfatearle la nuca y tantearle los pechos sobre la ropa, por fin logró alzarle la túnica de fajina, casi se muere de un infarto de ver como ella solita separaba las piernas y se quedaba quietita como una perra mansa, sin las cosquillas y risitas de las otras que conocía y que al final tampoco eran tantas como se creía.
Las noticias del mundo exterior llegaban al convento con la misma puntualidad que a todos, pero a ella no le importaba el pueblo al que conocía de memoria por tanto lleva y trae. Aunque salió sólo un par de veces por trámites, todo era como se lo había imaginado. De hecho, el centro o lo más atractivo del pueblo era el convento mismo en torno al cual giraban las demás actividades.
Sin embargo el mundo salió a buscarla a ella y a muchas otras mujeres que eran más necesarias para el trabajo terrenal que para el oficio celestial. Se instaló una fábrica textil y el hombre de los pollos convenció a alguna de las más jóvenes para que probaran suerte trabajando por un salario. Al poco tiempo era como si el convento se hubiera trasladado a la fábrica y con o sin fe tuvieron que entregarse en cuerpo y alma al salario porque ahora casi todas eran madres de varios hijos y tenían el deber de alimentarlos y criarlos hasta que la fabrica se hiciera cargo de ellos.
La fábrica también penetró en el convento y hasta las más viejas se pusieron a planchar los tejidos que el hombre de los pollos llevaba y traía. La voluntaria de María se vio a sí misma dirigiendo el trabajo y se ve que su esmero era bien retribuido por la fábrica, porque además de sus modestos vicios ahora salía a escondidas a ver el cine. Un día la madre superiora la regaño al ser descubierta en su desliz y le resulto más sencillo alquilar una piecita en el pueblo y trabajar como las otras, a entera dependencia de la fábrica.
A pesar de todo nunca dejó de rezar y de respetar las horas canónicas que, dicho sea de paso, parecían contradecir las horas de la fábrica. Cuando pudo ahorrar un capitalito lo gastó en un televisor y ya su vida estaba resuelta salvo por el hecho de que cada día sus manos temblaban un poco más al empinar el vaso.
Un hombre robusto y mayor, le propuso unir sus vidas .Ella no encontró repuesta a la pregunta de para qué y prefirió beber su vino sola. Nunca más se le presentó la oportunidad de encontrar compañía y tampoco la necesitaba porque había pasado tormentas terribles allá en el monte, sin leña y con frio y ahora todo era blando por ella y para ella.
Cuando cierta reputación de borracha le llegó a los oídos, ya era tarde para hacerse problema porque el mundo pegó otro pequeño sacudón y la fábrica cerró, el tren dejó de ir y venir, las mujeres empezaron a ver partir a sus hijos y a entregarse de lleno al barrido de las hojas de las veredas.
Vino con lo justo a trabajar en Buenos Aires y salió adelante, como siempre, gracias a Dios y ahora le retribuía su bondad con trabajo voluntario. Me estaba por contar algo sobre un indigente caradura que le preguntó su nombre y si tenía marido, cuando entraron los médicos en tropel a revisar al bebé y solo hubo tiempo para una breve despedida.
Me trajeron una comida para mí y para el nene que realmente contradecía en mucho la expresión peyorativa “comida de hospital”: ravioles con estofado, todo muy bien condimentado y con abundante queso rallado. Mi primer plato de comida en muchos días. Tuve que poner los cestos de basura sobre los roperitos de la sala porque el bebín ya estaba lo suficientemente recuperado como para reanudar sus tareas habituales de investigación. Miré al descuido por la ventana, La voluntaria de María estaba en la parada del 176 con su atuendo y unas bandejitas de comida iguales a las que nos dan en el hospital.