viernes, 2 de mayo de 2014

El Pasado, de Alan Pauls: una crítica destructiva.




     Hay una compulsión del narrador que lo lleva a usar larguísimas oraciones con suboraciones intercaladas que, por momentos, resumen en una frase episodios enteros.  Como si la focalización externa (narrador en tercera con el foco puesto en el personaje principal) sufriera un movimiento gravitatorio que lo hiciera volver siempre al registro del personaje que muestra, un políglota traductor con averías.  Se adivina un movimiento libidinoso que tiende a postergar al máximo la unión semántica entre sujeto y  predicado mediante subordinadas que contienen información quizás más relevante o explosiva que la contenida en la estructura principal, lo cual se transforma en un chorizo oracional malabarista que hace gala de una destreza totalmente inútil porque no le aporta mayor complejidad a la novela sino que la hace más superficial, porque la complejidad llega precisamente hasta ahí, es decir, hasta  el despliegue de posibilidades textuales regidas por la estructura gramatical de la oración.
     Un novelista que usó este recurso para desconcierto del lector fue Márquez, quien inventa un cosmos entero en una subordinada, pero lo hace con una frescura que Pauls no ve ni de lejos.  Su narrador explica el mundo de su personaje eludiendo prolijamente la oración simple así como elude las resonancias sociohistóricas  de la época en que sitúa su relato.
     Lo que queda bien definido en la novela es que narra los vaivenes de la vida amorosa de un perfecto pequeño burgués que sólo se compromete consigo mismo y ni eso, quizás.  Rímini y su novia de toda la vida, Sofía, viajan a Europa en los 70, (¿Cómo cualquier hijo de vecino?) con la ilusión de ver los originales de su artista favorito.  Ellos viven en una Argentina distinta en la que, pese a varias alusiones a la vida estudiantil, la dictadura no existe, o no los afecta en absoluto, pertenecen a la típica pequeña burguesía argentina cuya militancia política y compromiso cívico no pasa más allá de la lectura del diario menos oficialista que se consiga en el puesto de camino al trabajo.  La única pálida alusión al clima de ideas de su tiempo que hace el narrador es justamente para banalizar las ideologías políticas de izquierda.
     Pero el clima sociopolítico de los setenta no es el único tema que aparece sesgado.  Porque si bien tenemos registro de los pormenores de, por ejemplo, la biografía del artista plástico Riltse, no se toca para nada el tema de los ingresos o la vida económica del personaje, pero algo es manifiesto  (para reforzar la idea de que la novela narra uno de tantos cuadros de costumbres burguesas de las telenovelas, género con el que dialoga por momentos sin saberlo): no se sabe cuánto gana o cuánto gasta el personaje, pero en seiscientas páginas nunca tuvo problemas de dinero, por cierto.
     La novela atraviesa varias décadas de la Argentina sin mencionar jamás un episodio de su economía, como si nada lo hubiera afectado: ni la hiperinflación ni el uno a uno, ni el corralito, ni los patacones…Como si la historia amorosa de sus personajes fuera una experiencia tan intensa que el mundo exterior con sus notas regionales fueran una cosa fuera de lugar, como un pariente pobre en una fiesta de ricos.
     Cuando el personaje consume cocaína el narrador se demora en la descripción exhaustiva de los efectos de la droga aislada de los fuertes lazos contextuales que hacen posible el consumo mismo: la existencia bien visible de una narcoeconomía con leyes y  contratos  convencionales, la relación de amo y esclavo que se establece entre el proveedor, de clase baja y el consumidor, cuyo poder adquisitivo le permite afrontar los gastos desproporcionados del consumo.  El narrador dice que su personaje no sabía si había consumido treinta o trescientos dólares de cocaína, minimizando la importancia de la diferencia monetaria y acrecentando la mística en torno a la sustancia.  El personaje se entrega al consumo en forma sistemática al tiempo que utiliza los efectos de la droga para traducir textos en forma compulsiva, pero un cambio repentino de las circunstancias (trabajo como intérprete de un lingüista famoso) hace que deje el consumo sin conflicto de la noche a la mañana, no sufre recaídas, ni síndrome de abstinencia, ni cambios aparentes en la conducta o el carácter.  Rímini sale indemne de su affaire con la sustancia más popular y peligrosa de nuestros días.  El hecho de que tiempo después el personaje sufra de pérdida de la memoria de los idiomas que maneja, puede o no puede ser consecuencia del consumo por lo que no podemos considerarlo un factor determinante.  Y no es que se quiera aplicar la lógica judeocristiana del crimen y castigo para demonizar el consumo de drogas, pero el caso de Rímini es demasiado excepcional para ser verosímil: consume a diario y luego no consume nunca.  La depresión aguda le llegará tiempo después, pero por otros motivos.
     Otros temas que asoman pero quedan en la superficie son el aborto y la pérdida de un hijo. Nuestro narrador describe en forma exhaustiva las pajas de Rímini en la época del consumo de cocaína pero nos deja sin comentarios, así de pusilánime es el personaje, respecto de las causas y repercusiones de estos hechos tan potentes en la vida de cualquier persona.  Sofía aborta, Carmen le quita los derechos sobre Lucio, el hijo de ambos.  Depresión y  a renglón seguido, vida nueva como deportista con cierta destreza.  El personaje se traslada de los  antros académicos a los antros burgueses a secas.
      El hecho de que todas las mujeres de Rímini carezcan por completo de ideología política fuera del mundo burgués aparece naturalizado,  y en esa estrategia veo las pretensiones de universalidad de la novela que justamente soslaya los factores sociohistóricos del combo: Argentina- mujer- dictadura- democracia por considerarlos de una vulgaridad campechana como el mate, el gaucho, el choripán.
     Pero lo que sitúa con mayor nitidez la pertenencia del personaje y de la novela en su totalidad, a los objetos simbólicos del mundo burgués, es la biografía intercalada a lo largo de la novela del artista plástico Riltse quien se autoflagela y expone sobre telas partes enfermas de su propio cuerpo, satisfaciendo un oscuro mandato del público burgués que quiere, reclama del artista mucho más que la mera profesionalidad o el talento y pide directamente partes de sus secreciones: sudor, lagrimas,(vómitos o escupitajos en los casos más extremos) cuya materialidad sea cuantificable.  Esta idea la plantea Roland Barthes en uno de los capítulos de sus Mitologías en alusión a las obras de teatro de directores franceses jóvenes pero se puede hacer extensivo al arte burgués en general. Estrellas de rock que se autoflagelan en público, estrellas de pop que no envejecen gracias a dolorosas intervenciones quirúrgicas, vedettes que abortan, actrices que filman su intimidad y todo aquello que denote un esfuerzo cuantificable que justifique el sistema de pequeñas penalidades cotidianas que mantienen la estabilidad del statu quo.
Por último, el final. Si el lector se aguanta las quinientas páginas de “oraciones chorizos” y sufre al niño mimado y aburrido de Rímini, notará un vuelco al final, una maniobra de discontinuidad para la que nada nos prepara.  Porque de buenas a primeras se pasa de un verosímil realista, digámoslo así, con situaciones y lugares convencionales, la calle tal, el bar x, el hospital  fulano, Rímini haciéndose la paja, Rímini leyendo o traduciendo o jugando al tenis, o sirviendo café, fuera de las peripecias “realistas “, digo, no hay, en quinientas páginas, nada sobrenatural, ni fantasmas, ni dobles fondos, ni alegorías…Pero dos páginas antes del punto final, ocurre: irrumpe la otredad, se pasa al otro lado, y el personaje principal y su mujer comienzan a desangrarse, pierden sangre por los genitales. Punto, ahí termina. Discontinuidad como recurso en cualquier texto, existe a condición de que se repita, que forme un rompecabezas o si se quiere, un lenguaje propio. Pero así  empleado no es ni más ni menos que el viejo y querido “Deux est máchina”. Como si el autor no supiera realmente cómo interrumpir la historia.
Si la intención de la novela es incomodar a la clase media con este Rímini que no es ni Astier, ni Gregorio Samsa, Pauls debería comprender que, aun así, es necesario que el verdadero personaje, por mas canalla y representativo de nuestras miserias que sea, logre que también se produzca un guiño, esa complicidad muy intima y hasta inconfesable con el lector que transforma cualquier manifiesto en literatura.
  

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