sábado, 22 de febrero de 2014

La casa de Laura Perdriel.


La casa de Laura Perdriel.

La fiesta en casa de Laura Perdriel se prolongó más de lo esperado y la tormenta arreciaba por lo que se hizo imposible conseguir un remís.
El cumpleaños infantil devino en sesuda sobremesa de pensadores menores y altisonantes. La cerveza y otras hierbas hicieron el resto. Dado que habíamos comido y bebido a rabiar, nos opusimos sin demasiada energía y aceptamos una incómoda cama improvisada.
Mientras me dormía pensaba en estas legendarias paredes donde había vivido mis imaginaciones de adolescente. El ruido de la lluvia sobre las tejas era envolvente como el arrorró.Todo era acogedor después del periplo de colectivos y trenes que transitamos hasta la casa de tejas venecianas de ese barrio perdido en la época dorada de Perón
La casa queda en un pasaje no conduce hacia ninguna parte. Penetré en la vida de varias familias de clase media en ese pasaje y vi como era vivir mejor. Yo nunca había visto muebles de madera tallada, con volutas decorativas e innecesarias, los empapelados señoriales, las arañas pendientes sobre la mesa del comedor. El suelo de mármol vestido con hermosos tapetes made in china. Todo era un poco grandilocuente teniendo en cuenta que la familia apenas tenía recursos para comer. Sin embargo todos los objetos de uso diario tenían (tienen) algo bello: las cucharas ostentaban trabajos maravillosos en bajorrelieve. Los estantes atiborrados de ediciones de lujo tenían columnas con figuras talladas. Los sillones estaban un poco sucios, pero eran de  brocado dorado, y para mí, acostumbrada a los muebles de austera forma, de pino, la casa era mi ideal de hogar cuando teníamos quince años y fumábamos en el living como grandes señoras. Sin embargo dos cosas de la casa me desagradaban: El cuarto de baño, habitación tomada por cucarachas impudorosas, y el pabellón anexo a la casa donde dormía Patricio, el hermano siempre enfermo a la espera de un trasplante. Era el único cuarto al que jamás entré, pero de solo aproximarme al pasillo me invadía el vapor enfermo del que vive entre sueros y pañales, postrado, en la flor de la edad.
El reencuentro después de veinte años fue consecuencia de la nueva manía de buscar gente de antaño en la web. Y aunque siento una natural nausea hacia todo tipo de “reencuentro con ex compañeros de lo que sea”, no pude resistirme a Laura, madre ya, mujer que en otro tiempo me sacó de la marginalidad oscura en que me tenían el resto de mis compañeras, casi todas altas y rubias. El insulto en el que más concentraban su odio era “Bolita” o “Boliviana”. A Lali, así la llamábamos cariñosamente, la discriminaban simplemente porque su padre, pequeño comerciante y gran filatelista, se había declarado en quiebra. No supe sino en la universidad lo estigmatizarte que es para los pequeños y medianos cagadores haber administrado mal el capital.
Patricio me amaba, todos lo sabían y eso era una carga para mí, porque durante algunos años yo era invisible para el resto de los chicos de la pandilla. Por humilde que sea una historia de amor, siempre causa una curiosidad telenovelesca saber qué se dijeron, cómo fue aquello.
Bueno. A pesar del trato hostil de Patricio, teníamos un gusto raro en común: nos gustaba el cine erótico-bizarro; aunque yo jamás había cogido y él mucho menos. Mirábamos nuestros hallazgos con atención y comentábamos cosas graciosas y serias como críticos expertos. Los sábados por la noche cada vez había más público en el living de Laura Perdriel. Vanesa, Laura y demás, hacían siempre el mismo y único comentario de las películas: “Qué asco”.
Se iban a la biblioteca a jugar a las cartas, porque eran adolescentes de verdad y les asustaba un poco ver el coito en presencia de otros chicos. Yo era simplemente un pequeño monstruo en ciernes, triste en la soledad de mis deseos prematuros. Ahora que soy adulta comprendo que los varones quizás estaban incómodos, pero yo también era niña y no sabía que el miedo puede ser altisonante.
Los pibes fumaban sin parar y se reían nerviosos o por ahí quedaban en silencio, atentos a la trama.
El pequeño taller de cine casi siempre tenía final triste: todos a sus camas, a sus casas a masturbarse, echados a los gritos pelados del pelado señor Perdriel, que solo pretendía dormir en paz en su cuarto mientras media docena (a veces el doble) de adolescentes estaban recibiendo su formación sexual como quien comete un crimen, rebuscándoselas con películas eróticas para aprender algo y no pasar calor en la vida real, en el debut.
Yo había inventado dos juegos que me costaron el mote de “trola” entre las otras chicas. El primero que me acuerdo era con cartas y se llamaba “El tocador y el tocado”. Después de varios inviernos jugando al truco, todos aceptaron el juego, menos las chicas.
Quedé con Patricio, Javier y Adrián. Una carta definía la zona a tocar. Otra, (el diez de basto)  quien era el tocador y la última quien seria “el tocado”.  Yo les tocaba el pene por encima del jean y ellos las tetas sobre el corpiño armado con escudos de alambre y plush. También había besos en la boca: piquitos (los más populares) y los de lengua (los menos frecuentes).
Todos se excitaban y se reían de los nervios pero Patricio jugaba concienzudamente, serio, sin beber cerveza como todos. Parecía que las cartas nunca lo favorecían porque si el tocador y el tocado eran dos varones (las cartas, ahora me acuerdo, también lo definían) la caricia exploratoria era innecesaria, así que se traducían en patadas en el culo o  pago en cigarrillos, según.
Laura Perdriel y sus amigas (yo no tenía a nadie de mi lado en el juego) estaban “adelante” en la biblioteca, tomando mate, abandonando por fin la pose de bebedoras de licor de chocolate.
Como las cartas realmente estaban malditas, un pibe, “El Coto”, le cedió su derecho a tocarme los pechos (sobre el corpiño) a Patricio. El aceptó encantado y todos nos divertimos, pero en la parada de colectivo, cuando me iba, sentí un raro alivio.
Tomaba miles de precauciones cada vez que nos bañábamos en la pileta para que él no me viera semidesnuda. Fuera de esa pequeña incomodidad mi amistad con Laura era un bálsamo y las largas charlas en el banco del parque era lo más ansiado para ambas, hasta diría que corríamos aventuras para después poder contarnos cosas delirantes y reírnos como borrachas hasta el amanecer.
Me decepcioné bastante, sin embargo, de Laura, cuando supe que la ventana detrás del banquito del parque daba a la habitación de Patricio, o mejor dicho, a un anexo, un tallercito que tenía y desde el cual seguramente veía y escuchaba nuestra intimidad. Me lo imaginaba fisgoneando con su cara pelirroja y pecosa, su barbita en punta, los ojos verdes muy hundidos. Laura lo sabía todo pero casi por caridad oficiaba de acolito de su hermano. Nunca pude enojarme con él pero tampoco pude vencer la repugnancia de su voz agonizante, el silbido de su pecho, su cuerpo inválido y fétido.
No sé si mi paulatino alejamiento se debió a la muerte de Patricio o a la dificultad de llegar al pasaje Fleming desde que me mudé tan lejos.
Me dormía lentamente y llovía y yo era otra pero la misma, esa noche de la fiesta, los recuerdos, como el floripondio, me dejaron divagando hasta el amanecer, mi último pensamiento placentero fue “a pesar de todo, en esta habitación, el joven más bello de mis amigos, me declaro su amor”. Con la luz del día se dibujaron nuevamente las cosas, los muebles ajados y hechos para siempre que representaron la gloria de Perón. También pude distinguir un extraño movimiento en la quietud que me hizo fijar la vista en mi marido a quien le caminaban por el rostro y por el interior de la ropa horribles cucarachas marrones. Algunas tenían alas tornasoladas y se posaban en sus párpado o en su boca.Le cubrían todo el cuerpo
Yo lo desperté en silencio con un apretón de manos y lo miré haciéndole entender que no era conveniente gritar a pesar del asco y el espanto. Nos levantamos  de un salto. Con la linterna de mi teléfono alumbré el cuarto y vimos como todas (eran muchísimas) las cucarachas corrían en la misma dirección, el cuarto de Patricio.
Nos calzamos a toda velocidad, (por suerte estábamos vestidos), juntamos solo las pertenencias que teníamos al alcance y salimos en puntillas de la casa de Laura Perdriel a quien jamás volví a ver.