lunes, 27 de febrero de 2012

Las maestras nos hacían formar en el patio mientras se realizaba la requisa de piojos.


Las maestras nos hacían formar en el patio mientras se realizaba la requisa de piojos. A mi hermana y a mí siempre nos hacían salir de la formación para pasar al frente a reunirnos con los otros escasos infortunados cuyo análisis había resultado positivo. El tal análisis consistía en pasarnos las puntas de dos biromes por el cuero cabelludo para detectar la pediculosis. En quinto grado tuvimos la suerte de tener una señorita que vaya uno a saber por qué, pasaba por alto  los molestos habitantes de nuestras cabelleras y no solo eso, mandaba al frente a los impecables. Año tras año escuchábamos el sermón del padre Itálico que, micrófono en mano, decía que la pobreza no era excusa para estar sucios, que los piojos eran la concreción de las peores acciones y valores: la pereza, el vicio. El padre Itálico decía que él había sido niño durante la guerra y a pesar del hambre jamás había alojado piojo alguno y que si hacía falta su madre le untaba el pelo con kerosén, lo cual era infinitamente mejor que andar mugriento.
La escuela era, ahora lo sé, una humilde parroquia de un humilde barrio suburbano, pero por aquel entonces nuestros padres la consideraban de una categoría muy superior a la de la escuela pública que estaba enfrente, placita de por medio. Bueno, tenía una campana y coro, la pintura siempre al día y casi todas las maestras eran rubias. Otra cosa que a los padres les parecía bien: en los recreos nos separaban de los varones. El patio de atrás donde les tocaba a ellos, era tabú, no se podía cruzar so pena de expulsión. Esa palabra equivalía al ostracismo, nos parecía que fuera de “La sagrada familia” no había nada, salvo una marginalidad honda como un pozo.

La pobreza era mal vista por dios quien la consideraba el resultado directo de la desidia y la pereza.  Progreso, en cambio,  llegar a ser propietario, era la representación del visto bueno del señor Dios. Esto lo aprendimos bien pronto y en estos términos, así, el sabor del recreo estaba cargado de significaciones  sociopolíticas y de hecho, en el pequeño bufet, muchos de nosotros ya éramos tempranamente catalogados como morosos.
Las oraciones de madrugada, el peinado con dos colitas, el bochinche de los más chiquitos, el olor a papel y a goma eran parte del repertorio de reminiscencias  entrañables de la escuela primaria. Éstos y muchos otros recuerdos permanecían sepultados hasta hace unas  horas atrás en que abrió la puerta  una anciana enclenque que venía a que le tiñan el pelo. Tenía la calaverita semi calva y usaba unos ajustados pantalones con estampado de leopardo. Sus ojos saltones estaban enmarcados por una gruesa capa de polvo azul. Con mi hermana la reconocimos en seguida y sin decirnos nada estuvimos de acuerdo en darle un  tratamiento especial a la maestra jubilada. Pusimos el cartelito de “cerrado” para que no ingresaran nuevas clientas dado que ya se aproximaba la hora del almuerzo. Le dije a una de nuestras empleadas que le preparara café y le hiciera un masaje capilar. Hace ya diez años que tenemos el salón en el centro y desde entonces han aparecido uno a uno casi todos los fantasmas del pasado por lo que no nos extrañó la legendaria presencia.

 La señorita Ana vivía todavía, había sido nuestra maestra en cuarto grado y su recuerdo me aparece asociado al mundial de futbol de México 86. Siempre nos hacía pasar al pizarrón y antes de dictarnos el problema, se interrumpía para exigirnos una postura adecuada: piernas juntas y espalda derecha, el mentón hacia el frente y la boca cerrada. Este último mandato era imposible de cumplir para mi hermana ya que tenía los dientes hacia fuera como un conejo, o peor aún porque además estaban separados y torcidos, le era imposible cerrar la boca por completo. Como es natural, se ponía roja de ira y de vergüenza. Un día, la señorita Ana nos dijo por lo bajo “piojosas”. Nos dio tanto miedo que hicimos como si no hubiéramos escuchado nada. Ese día la señorita estaba enojada y entró al salón ruciándonos con desodorante de ambiente que por ese entonces era un producto bastante rudimentario y tóxico sobre todo para mi hermana que era asmática y tenía alergia a los aerosoles. “Alérgicas a la limpieza son ustedes” nos dijo delante de todos. Justo era mi cumpleaños y como era costumbre, yo había llevado caramelos para compartir con los compañeros. Cuando sonó el timbre del recreo los repartí pero nadie los aceptó, ni siquiera el gordito Sotelo.
Teníamos una compañera que era la única que nos hablaba, se llamaba Alicia, y si bien no era tan pobre como nosotras, también la discriminaban por ser bigotuda. Bueno, el caso es que la señorita Ana lentamente la fue apartando de nosotras dándole pequeños privilegios como por ejemplo encomendándole que tocara el timbre, que lavara su tacita o que cargara su bolso al bajar las escaleras, para cuando repartí los caramelos de mi cumpleaños, tampoco la Alicia los quiso. Hasta el día de hoy me viene la imagen de los caramelos abandonados en los pupitres…Otra de las manías de la señorita Ana era pasar por alto la inteligencia de mi hermana que mal que le pesara era muy superior a la del resto nosotros por ese entonces. Todos los años ganaba en alguna categoría de los pequeños y pomposos campeonatos de habilidades que organizaba la escuela: Maratón de Lectura, Olimpiadas de Matemáticas, Concursos Literarios . Sin embargo ese año no obtuvo siquiera una mención puesto que no había pasado la preselección a cargo de la maestra. Ése año tampoco pude participar actuando en los actos patrióticos. Llegué a desear estar enferma para no ir a la escuela. Ahora que lo pienso supongo que todos tenemos entre los recuerdos de la escuela algún personaje lamentable, ya sea una maestra  injusta, o un compañero abuzon.Quisiera saber qué cosas hacen las personas para olvidar ese rencor.

Le dijimos a las chicas del salón que salieran a almorzar, que ya las alcanzaríamos. Si bien en su momento imaginé varias venganzas o reprimendas posibles para mitigar el escarnio causado por la señorita Ana, eso era cuestión del pasado y nunca hubiera imaginado la escena del reencuentro. Supongo que este será el momento de presentarse y hacer mención a lo ocurrido recordándole quizás su mal carácter ¿Mal carácter? Yo diría que algo más que eso…En fin, la vieja se pondría colorada y nosotras, en un gesto magnánimo, le regalaríamos el tratamiento capilar.  Así de injusta es la vida. Algo que nos machacaron bien en la escuelita parroquial era la virtud del perdón. En uno de los cuartos de servicio, me puse a mezclar los colores de la tintura tomándome mi tiempo, a mi hermana todavía le faltaba cortarle el pelo a la vieja. Parecía que hablaban muy animadamente. Mire mi cara en el espejo y me puse a leer un menú del bar abandonado en la repisa. Éste es un buen momento de mi vida y puedo mirar a la señorita Ana como desde un parapeto que me pone a salvo de cualquier humillación. He  ganado prestigio en mi profesión,  dinero no me falta, conozco  el mundo, tengo marido y amante. Terminé de mezclar los colores y escuché a ver si podía captar de qué estaban hablando…me acerqué sorprendida del repentino silencio de la señorita Ana. Mi hermana hablaba sola porque la señorita  ya no podía moverse aprisionado como estaba su cuellito de gallina con una toalla blanquísima. Todo fue mucho más sencillo de lo que hubiera imaginado, pues su cuerpo seco cabía perfectamente una bolsa de consorcio. No fue tan terrible como parece, así narrado, mi hermana no perdió el dominio de sí en ningún momento. No voy a negar, sin embargo, que experimenté cierta tensión cuando después de acomodar todo tuve que volver porque un zapato había ido a parar debajo de uno de los mostradores. Por último, la espera interminable en el bar de en frente  hasta la hora en que pasó el camión compactador de residuos con su alegre tronar nocturno. Y fue un verdadero alivio, porque en esta ciudad los servicios públicos funcionan muy mal.