Las maestras nos hacían formar en el patio mientras se
realizaba la requisa de piojos. A mi hermana y a mí siempre nos hacían salir de
la formación para pasar al frente a reunirnos con los otros escasos
infortunados cuyo análisis había resultado positivo. El tal análisis consistía
en pasarnos las puntas de dos biromes por el cuero cabelludo para detectar la pediculosis.
En quinto grado tuvimos la suerte de tener una señorita que vaya uno a saber
por qué, pasaba por alto los molestos
habitantes de nuestras cabelleras y no solo eso, mandaba al frente a los impecables.
Año tras año escuchábamos el sermón del padre Itálico que, micrófono en mano,
decía que la pobreza no era excusa para estar sucios, que los piojos eran la
concreción de las peores acciones y valores: la pereza, el vicio. El padre Itálico
decía que él había sido niño durante la guerra y a pesar del hambre jamás había
alojado piojo alguno y que si hacía falta su madre le untaba el pelo con kerosén,
lo cual era infinitamente mejor que andar mugriento.
La escuela era, ahora lo sé, una
humilde parroquia de un humilde barrio suburbano, pero por aquel entonces nuestros
padres la consideraban de una categoría muy superior a la de la escuela pública
que estaba enfrente, placita de por medio. Bueno, tenía una campana y coro, la
pintura siempre al día y casi todas las maestras eran rubias. Otra cosa que a
los padres les parecía bien: en los recreos nos separaban de los varones. El
patio de atrás donde les tocaba a ellos, era tabú, no se podía cruzar so pena
de expulsión. Esa palabra equivalía al ostracismo, nos parecía que fuera de “La
sagrada familia” no había nada, salvo una marginalidad honda como un pozo.
La pobreza era mal vista por dios quien la consideraba el
resultado directo de la desidia y la pereza. Progreso, en cambio, llegar a ser propietario, era la
representación del visto bueno del señor Dios. Esto lo aprendimos bien pronto y
en estos términos, así, el sabor del recreo estaba cargado de significaciones sociopolíticas y de hecho, en el pequeño
bufet, muchos de nosotros ya éramos tempranamente catalogados como morosos.
Las oraciones de madrugada, el peinado con dos colitas, el
bochinche de los más chiquitos, el olor a papel y a goma eran parte del
repertorio de reminiscencias entrañables
de la escuela primaria. Éstos y muchos otros recuerdos permanecían sepultados
hasta hace unas horas atrás en que abrió
la puerta una anciana enclenque que venía
a que le tiñan el pelo. Tenía la calaverita semi calva y usaba unos ajustados
pantalones con estampado de leopardo. Sus ojos saltones estaban enmarcados por
una gruesa capa de polvo azul. Con mi hermana la reconocimos en seguida y sin
decirnos nada estuvimos de acuerdo en darle un
tratamiento especial a la maestra jubilada. Pusimos el cartelito de
“cerrado” para que no ingresaran nuevas clientas dado que ya se aproximaba la
hora del almuerzo. Le dije a una de nuestras empleadas que le preparara café y
le hiciera un masaje capilar. Hace ya diez años que tenemos el salón en el
centro y desde entonces han aparecido uno a uno casi todos los fantasmas del
pasado por lo que no nos extrañó la legendaria presencia.
La señorita Ana vivía
todavía, había sido nuestra maestra en cuarto grado y su recuerdo me aparece
asociado al mundial de futbol de México 86. Siempre nos hacía pasar al pizarrón
y antes de dictarnos el problema, se interrumpía para exigirnos una postura
adecuada: piernas juntas y espalda derecha, el mentón hacia el frente y la boca
cerrada. Este último mandato era imposible de cumplir para mi hermana ya que tenía
los dientes hacia fuera como un conejo, o peor aún porque además estaban separados
y torcidos, le era imposible cerrar la boca por completo. Como es natural, se
ponía roja de ira y de vergüenza. Un día, la señorita Ana nos dijo por lo bajo “piojosas”. Nos
dio tanto miedo que hicimos como si no hubiéramos escuchado nada. Ese día la
señorita estaba enojada y entró al salón ruciándonos con desodorante de ambiente
que por ese entonces era un producto bastante rudimentario y tóxico sobre todo
para mi hermana que era asmática y tenía alergia a los aerosoles. “Alérgicas a
la limpieza son ustedes” nos dijo delante de todos. Justo era mi cumpleaños y
como era costumbre, yo había llevado caramelos para compartir con los compañeros.
Cuando sonó el timbre del recreo los repartí pero nadie los aceptó, ni siquiera
el gordito Sotelo.
Teníamos una
compañera que era la única que nos hablaba, se llamaba Alicia, y si bien no era
tan pobre como nosotras, también la discriminaban por ser bigotuda. Bueno, el
caso es que la señorita Ana lentamente la fue apartando de nosotras dándole
pequeños privilegios como por ejemplo encomendándole que tocara el timbre, que
lavara su tacita o que cargara su bolso al bajar las escaleras, para cuando repartí
los caramelos de mi cumpleaños, tampoco la Alicia los quiso. Hasta el día de
hoy me viene la imagen de los caramelos abandonados en los pupitres…Otra de las
manías de la señorita Ana era pasar por alto la inteligencia de mi hermana que
mal que le pesara era muy superior a la del resto nosotros por ese entonces.
Todos los años ganaba en alguna categoría de los pequeños y pomposos
campeonatos de habilidades que organizaba la escuela: Maratón de Lectura,
Olimpiadas de Matemáticas, Concursos Literarios . Sin embargo ese año no obtuvo
siquiera una mención puesto que no había pasado la preselección a cargo de la maestra.
Ése año tampoco pude participar actuando en los actos patrióticos. Llegué a
desear estar enferma para no ir a la escuela. Ahora que lo pienso supongo que
todos tenemos entre los recuerdos de la escuela algún personaje lamentable, ya
sea una maestra injusta, o un compañero
abuzon.Quisiera saber qué cosas hacen las personas para olvidar ese rencor.
Le dijimos a las chicas del salón que salieran a almorzar,
que ya las alcanzaríamos. Si bien en su momento imaginé varias venganzas o
reprimendas posibles para mitigar el escarnio causado por la señorita Ana, eso
era cuestión del pasado y nunca hubiera imaginado la escena del reencuentro.
Supongo que este será el momento de presentarse y hacer mención a lo ocurrido
recordándole quizás su mal carácter ¿Mal carácter? Yo diría que algo más que
eso…En fin, la vieja se pondría colorada y nosotras, en un gesto magnánimo, le
regalaríamos el tratamiento capilar. Así
de injusta es la vida. Algo que nos machacaron bien en la escuelita parroquial
era la virtud del perdón. En uno de los cuartos de servicio, me puse a mezclar
los colores de la tintura tomándome mi tiempo, a mi hermana todavía le faltaba
cortarle el pelo a la vieja. Parecía que hablaban muy animadamente. Mire mi
cara en el espejo y me puse a leer un menú del bar abandonado en la repisa.
Éste es un buen momento de mi vida y puedo mirar a la señorita Ana como desde
un parapeto que me pone a salvo de cualquier humillación. He ganado prestigio en mi profesión, dinero no me falta, conozco el mundo, tengo marido y amante. Terminé de mezclar
los colores y escuché a ver si podía captar de qué estaban hablando…me acerqué
sorprendida del repentino silencio de la señorita Ana. Mi hermana hablaba sola
porque la señorita ya no podía moverse
aprisionado como estaba su cuellito de gallina con una toalla blanquísima. Todo
fue mucho más sencillo de lo que hubiera imaginado, pues su cuerpo seco cabía
perfectamente una bolsa de consorcio. No fue tan terrible como parece, así
narrado, mi hermana no perdió el dominio de sí en ningún momento. No voy a
negar, sin embargo, que experimenté cierta tensión cuando después de acomodar
todo tuve que volver porque un zapato había ido a parar debajo de uno de los mostradores.
Por último, la espera interminable en el bar de en frente hasta la hora en que pasó el camión
compactador de residuos con su alegre tronar nocturno. Y fue un verdadero
alivio, porque en esta ciudad los servicios públicos funcionan muy mal.
Maravilloso, Natalia, no pude parar hasta el final. Me encantó!!!
ResponderEliminarMagnífica venganza!! Seguro la vieja tenía piojos entre los dos elos locos que le quedaban!
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